Presentación del autor
Es mi primera obra publicada en solitario. Cuando decidí darla a conocer, la mandé a dos sitios: a una editorial, cuyo nombre callaré, para su lectura y valoración, y al premio Ala Delta, organizado por Edelvives. Primero recibí el rechazo de la editorial y un par de meses más tarde recibí la llamada telefónica que me anunciaba la obtención del premio. No está mal, ¿verdad?
La historia de esta novela es curiosa y puede servir de ejemplo para mostrar los imprevisibles caminos de la musa. En un principio iba a ser un relato breve que yo iba a regalarle a una amiga. Partía del juego de palabras que me sugería la expresión “Eugenio, el de la botella” al confundirla con “el genio de la botella”; el malentendido daba lugar a una peripecia trepidante y disparatada, en la cual Eugenio era el dueño de un chiringuito playero, tipo poco ejemplar metido en una trama nada edificante. La historia no cuajó y abandoné el relato sin acabar. Algunos años más tarde reapareció en una de mis carpetas. El juego de palabras seguía pareciéndome sugerente y decidí reescribirlo. Era una época crucial de mi vida, había nacido mi primer hijo y, tras unos meses de completa inactividad, todo lo que escribía, todo, me salía -ésta es la expresión más exacta, “me salía”- con el tono, la voz, el estilo, la disposición de las obras dirigidas a los lectores infantiles. Así resurgió Eugenio de sus cenizas adultas, para vivir en una novela infantil.
La obra, recomendada por la editorial a partir de 10 años, es una historia de aventuras, intriga y magia. La escribí pensando en una especie de road movie, con mucho ritmo, escenas muy “visuales”, capítulos cortos y contada en presente.
Los más meticulosos podrán hallar algunas influencias más o menos claras en la obra. Yo puedo revelar tres que tuve en cuenta. Una es el desenlace del cuento El gato con botas; otra es una idea-cuento de Samuel T. Coleridge que se ha convertido en la marca fundacional de la literatura fantástica; la tercera es el relato El diablo de la botella, de Robert Louis Stevenson. Cómo las utilizo en mi novela es algo que deberá descubrir el lector ejerciendo de tal.
Por último, debo avisar que Eugenio, el de la botella ya ha ingresado en el triste aunque selecto club de los descatalogados, así que si algún editor desea recuperarlo sólo tiene que decírmelo.
Eugenio, el de la botella. Capítulo I
La confusión
Todo empezó con una confusión.
Mejor dicho, todo empezó con un malentendido.
O mejor aún, todo empezó con la coincidencia de tres circunstancias. Éstas:
Primera: Eugenio no conocía a Rufo el Sordo.
Segunda: Claudia Chufa quería gastar una broma a Eugenio.
Tercera: Rufo el Sordo entendió mal.
Reunidas en un mismo momento, estas tres circunstancias hicieron posible que todo el mundo le creyese un genio, un auténtico genio salido de una botella mágica.
Ocurrió más o menos así:
Se llama Eugenio y colecciona botellas. Es un auténtico fanático de las botellas. No piensa en otra cosa que en conseguir más y más botellas. Tiene muchísimas, pero no le bastan; quiere más, siempre está pendiente de obtener otra para su colección, y allí donde haya una que le falte, se presentará dispuesto a conseguirla, sea donde sea y a la hora que sea.
Pues bien, Claudia conoce su afición y sabe las botellas que tiene y las que no tiene, y un buen día lo llama para comunicarle que ha localizado una preciosa en casa de un viejo comerciante viudo llamado Rufo y apodado el Sordo.
—Ve a su casa de mi parte —le pide por teléfono—. Dile que eres Eugenio y que vas a recoger la botella. Él ya sabe. Nada más colgar sale disparado hacia la casa de Rufo.
—Hola, Rufo —saluda con su mejor sonrisa—. Soy Eugenio. Claudia ha dejado una botella para mí…
—¿Mande? —responde Rufo llevándose una mano al oído y haciendo pantalla con ella.
—¡Que vengo a por la botella! —grita sin dejar de sonreír.
—¿Cómo dice, joven? —insiste Rufo llevándose la otra mano al otro oído.
—¡¡¡Que soy Eugenio, el de la botella!!! —grita con todas sus fuerzas.
Entonces, Rufo, sordo perdido, se pone lívido, lo mira con ojos saltones y cae redondo al suelo. Eugenio intenta reanimarlo, le da aire, le levanta los pies, hasta que, al rato, vuelve en sí.
—¿Se encuentra bien? —pregunta.
—Sí, gracias, perfectam…
De golpe, se queda callado, vuelve a mirarlo con ojos saltones y lo agarra por un brazo con fuerza.
—Por favor, hable, diga algo, lo que sea —le pide.
—¿Cómo? Bueno, no sé, déjeme pensar… —balbucea Eugenio.
—¿Cómo? Bueno, no sé, déjeme pensar… —repite Rufo, y se incorpora de un brinco y se pone a gritar como un loco—: ¡Puedo oír! ¡Puedo oír! ¡Estoy curado!
Sale corriendo de su casa como alma que lleva el diablo y va por toda la calle golpeando las puertas.
—¡Estoy curado! —repite una y otra vez—. ¡Puedo oír! ¡Puedo oír!
En vista de que con o sin sordera parece imposible hablar con Rufo, Eugenio deja el asunto de la botella para mejor ocasión y se va a buscar a Claudia. Está seguro de que este suceso tan extraño ha sido una de sus bromas, y así se lo dice. Pero Claudia Chufa lo niega todo… Bueno, no todo; admite que sólo quería comprobar cómo se las apañaba para entenderse con Rufo el Sordo, quien realmente era sordo, pero ella no tiene nada que ver con su curación ni con los gritos con que anda pregonándola por todo el pueblo.
—Te prometo que lo de la botella es verdad —le asegura.
Como una bola de nieve se va haciendo más y más grande según rueda por la ladera de una montaña, la noticia sobre la curación de Rufo se extendió por todas partes, e incluso salió publicada en los periódicos más importantes del país. Pero esto no tenía nada de malo ni de extraño; lo malo y lo extraño era que Rufo el Sordo iba diciendo por ahí, ni más ni menos, que un genio lo había curado de su sordera, que un auténtico genio salido de una botella se había presentado en su casa y le había concedido el deseo de recuperar el oído. ¡Ahí es nada! ¡Y los periódicos así lo recogieron!
Y aún peor que esto fue que, una mañana, cuando Eugenio estaba ojeando unas botellas en un puesto del mercado, Rufo lo vio, se puso lívido, volvió a mirarlo con ojos saltones y empezó a gritar señalándolo:
—¡Es él! ¡Es él! ¡Éste es el genio de la botella! ¡Él me curó!
Sin pensarlo dos veces, Eugenio echó a correr todo lo rápido que pudo y no paró hasta llegar a casa. Pero en casa tampoco estaba a salvo, porque sus padres eran y son tan crédulos como los demás.
Y es por esto que acabo de contar que todo el mundo creyó, se empeñaba en creer, que Eugenio es un genio salido de una botella, un genio liberado que anda por ahí concediendo deseos a diestro y siniestro. Y le hacían regalos —ofrendas lo llamaban ellos— y le escribían cartas y lo llamaban por teléfono y se juntaban a la puerta de su casa para que les hablara y les ayudara. Pero él no era un genio, sino Eugenio, y no podía conceder deseos, no sabe cómo se hace eso, ¡qué más quisiera!
Así que estaba harto y, como no lo soportaba más, decidió irse de Lamota. Aquella noche, cuando todos durmieran, se largaría.