El origen de esta pequeña historia está en la actitud que mi hija Amanda mantenía en determinadas circunstancias cuando era pequeña. Se enfadaba de pronto, pero no decía ni pío sobre el motivo del enfado. Al cabo de varias horas descubríamos que había deseado algo (una chuche, por ejemplo, cuando íbamos de paseo) y al no conseguirlo, al no haberle adivinado que quería lo que quería, se había encerrado en sí misma y no había pronunciado palabra durante varias horas. Ése es el germen de esta historia y por eso, queridos niños, queridas niñas, debéis pedir las cosas. Pedid, pedid, si no queréis que os pase lo mismo que a María-Amanda, o que llegue vuestro padre escritor y se invente un cuento a vuestra costa.
Las ilustraciones de Pere Puig, sobre recortes de cartulina de colores, me parecen muy originales y llenan de vida a los personajes.
Este libro también está ya descatalogado, así que, lectores, si deseáis echarle un vistazo, deberéis acudir a la biblioteca pública más cercana.
La tristeza de María. Capítulo I
María se hacía mayor y triste. Cada día se hacía un poquito mayor y estaba un poquito más triste que el día anterior. Y el caso es que no parecía tener motivos… motivos para estar triste, se entiende, porque para crecer sí que tenía motivos: comía bien, dormía bien, jugaba bien… Como debe ser para crecer sana y fuerte.
Su madre, Marta, y su padre, Tadeo, notaban la tristeza de María; sus abuelos, Ana y Pedro, Juan y Felisa, también la notaban; su tía Amelia y su tío José también la notaban; sus primos no la notaban porque no tenía primos; sus hermanos, tampoco, porque tampoco tenía hermanos, pero su amigo Miguel, su mejor amigo, por supuesto que sí la notaba.
Todos notaban que María estaba cada día más triste y por mucho que hacían no conseguían quitarle la tristeza de encima. La colmaban de atenciones, intentaban hacer su vida lo más fácil y lo más agradable posible, pero no había manera, la tristeza de María crecía más cada día.
– Si continúa así -se lamentaba Marta, su madre-, será la niña más triste del mundo.
– Pero, hija, por qué estás tan triste -preguntaba angustiado Tadeo, su padre.
– Dinos qué te pasa, cariño -intentaban sus tíos.
– Qué quieres, mi niña -le insistían sus abuelos.
Pero María no quería o no podía o no sabía decirles la causa de tanta tristeza; simplemente estaba triste, cada día más triste, y ni los médicos más sabios pudieron dar con la causa ni con el remedio de tan extraña enfermedad.